Tempus fugit
La muerte puede consistir en ir perdiendo
la costumbre de vivir.
César González-Ruano
la costumbre de vivir.
César González-Ruano
Desde que cortan el cordón umbilical que nos une a nuestras madres, desde el primer minuto, es tiempo ganado a la muerte. Nacemos para morir, porque no es que sea ley de vida, como se dice en los entierros o ante la tele en momentos necrófilos, sino que es la ley de la vida. No somos inmortales y por eso, algún día tendremos, como decía un profesor pedante que tuve, el inevitable e irreversible colapso funcional. Pueden decir ustedes que exagero. Miles de recién nacidos salen muertos a este mundo cruel, muchos otros, muchos, más de los que nos podamos imaginar mueren, en sus primeros años de vida. Las causas y razones son las mismas que siempre han sido, pero que en el mundo civilizado de la corrupción, los cachivaches informáticos y el gazpacho en tetrabrik, hemos olvidado: hambre, enfermedad y guerra.
Repito, un minuto más en nuestras insignificantes vidas es una microbatalla ganada a la parca. La muerte, y sigo redundando, es de una normalidad pasmosa –estadísticamente hablando- y enrasa igualitariamente al feo y al guapo, al magnate y al obrero, al listo y al idiota; vamos, que es como el cagar. Lo reducen a la nada, a lo inerte, al mundo atómico, a la vuelta a los ciclos naturales. Pero esa normalidad es borrada por el mundo actual. Todo tiene que ser tan perfecto en la era digital que la muerte es considerada un handicap, una cosa fea, una inconveniencia más que terrorífica, antiestética. Puede ser porque signifique que aún no controlamos las claves del universo o, a lo mejor, es porque es simplemente algo que se nos escapa de las manos, de nuestras entendederas.
Eso cambia, sin embargo, si quien muere es un familiar, cosa totalmente comprensible, o un famoso o alguien joven, que es ahí donde acudimos como moscas a la mie (l) o (rda), ahítos de morbo a raudales.
Cuando muere alguien cercano nos da pena y es por la perogrullada que voy a decir a continuación: la irreversibilidad de la muerte. Un sentimiento de pérdida nos embarga. Hemos visto y sentido cosas maravillosas durante el plácido verano de nuestras vidas: el amor, la amistad y todo eso tan bonito; pero también el dolor, la enfermedad, la furia, el agobio… todo muy malo, pero hemos contemplado maravillados dolores remitir, enfermedades curar, furias aplacar y agobio liberar. Estando vivos –y no es un mensaje positivo de buen rollo, se lo aseguro- aún queda un porcentaje de esperanza, dicho en los términos anteriormente utilizados, las cuotas de reversibilidad son posibles. Pero cuando el último suspiro se exhala del pulmón del moribundo y se queda pajarito, es de un no retorno fabuloso, una sensación de nunca más que nos llega al tuétano. La frialdad que tomamos como maldición por ser humanos y que es realidad es lo que determina la naturaleza.
Porque aunque se mecanicen los ritos –tanatorios, crematorios- la muerte está como las moscas, detrás de la oreja.
Yo perdí el miedo a la muerte hace algún tiempo. No es por nada en especial, sino por la falta de alicientes que tiene el estar vivo. He sentido de cerca la muerte –la mía- y en esos momentos me asuste mucho -no es que haya pasado enfermedades mortales ni nada parecido, solamente he estado más cerca del suicidio que lo recomendable para estos casos-. Me asusté muchísimo, por eso estoy aquí aún escribiendo, supongo. Pero pasado el tiempo, y habiéndole dado vueltas y más vueltas, la muerte, que es la nada, la negación del algo, me trae un poco sin cuidado. Yo simplemente, como todos, no quiero sufrir dolor, ni físicos no psíquicos. Pero todos los días hay un nuevo achaque y la cabeza rumia sus propias ideas, así por libre, mientras duermo, me lavo los dientes o me alieno en el burócrata trabajo de chupatintas. Cuando no existes ya no hay dolores ni infiernos mentales. Pero cada cosa a su tiempo. Tiempo que es corto, también es verdad. La máxima barroca: de la cuna a la sepultura, no puede ser más vigente y más actual. A medida que envejecemos nuestra percepción del tiempo se acelera de un modo exponencial. Los eternos veranos de la infancia son ahora un suspiro lleno de calor y ansiedad porque las vacaciones caducan como los actuales huevos de corral.
Cuando muere alguien cercano nos da pena y es por la perogrullada que voy a decir a continuación: la irreversibilidad de la muerte. Un sentimiento de pérdida nos embarga. Hemos visto y sentido cosas maravillosas durante el plácido verano de nuestras vidas: el amor, la amistad y todo eso tan bonito; pero también el dolor, la enfermedad, la furia, el agobio… todo muy malo, pero hemos contemplado maravillados dolores remitir, enfermedades curar, furias aplacar y agobio liberar. Estando vivos –y no es un mensaje positivo de buen rollo, se lo aseguro- aún queda un porcentaje de esperanza, dicho en los términos anteriormente utilizados, las cuotas de reversibilidad son posibles. Pero cuando el último suspiro se exhala del pulmón del moribundo y se queda pajarito, es de un no retorno fabuloso, una sensación de nunca más que nos llega al tuétano. La frialdad que tomamos como maldición por ser humanos y que es realidad es lo que determina la naturaleza.
Porque aunque se mecanicen los ritos –tanatorios, crematorios- la muerte está como las moscas, detrás de la oreja.
Yo perdí el miedo a la muerte hace algún tiempo. No es por nada en especial, sino por la falta de alicientes que tiene el estar vivo. He sentido de cerca la muerte –la mía- y en esos momentos me asuste mucho -no es que haya pasado enfermedades mortales ni nada parecido, solamente he estado más cerca del suicidio que lo recomendable para estos casos-. Me asusté muchísimo, por eso estoy aquí aún escribiendo, supongo. Pero pasado el tiempo, y habiéndole dado vueltas y más vueltas, la muerte, que es la nada, la negación del algo, me trae un poco sin cuidado. Yo simplemente, como todos, no quiero sufrir dolor, ni físicos no psíquicos. Pero todos los días hay un nuevo achaque y la cabeza rumia sus propias ideas, así por libre, mientras duermo, me lavo los dientes o me alieno en el burócrata trabajo de chupatintas. Cuando no existes ya no hay dolores ni infiernos mentales. Pero cada cosa a su tiempo. Tiempo que es corto, también es verdad. La máxima barroca: de la cuna a la sepultura, no puede ser más vigente y más actual. A medida que envejecemos nuestra percepción del tiempo se acelera de un modo exponencial. Los eternos veranos de la infancia son ahora un suspiro lleno de calor y ansiedad porque las vacaciones caducan como los actuales huevos de corral.
La muerte es, en conclusión, algo que llega pronto. Pensar en ese modo particular que tenemos por deformación profesional los geólogos tampoco ayuda, que hablamos de millones de años como el que dice amén. El respeto casi reverencial a los muertos, si fuésemos buenas personas, nos lo guardaríamos para lo vivos que lo necesitan más –los que se lo merezcan-. Los muertecitos en el cementerio, encapsulados, no esperan nada, son nada, y quien algún día fue, solo vive en nuestra memoria.