sábado, 3 de noviembre de 2007


Los coches son un mero rubor hoy. Si se dan cuenta siempre hablo de coches y de gente y de que vivo casi en la calle. Eso es lo que marca mi vida. Coches, gente, pisadas y el sol que se cuela por las rendijas. Recuerdo aún cuando mi hábitat natural era el patio de luces. Un patio de paredes sucia, ventanas y plantas llenas de polvo, meciéndose a la escasa luz proyectada si no por el mismo Astro Rey, si por su reflejos o por las luces de las ventanas superiores. La ropa tendida y el polvo. Mirar el patio de luces me llenaba las horas. Lo hecho de menos. La soledad que no es buscada, sino encontrada en el momento preciso, viendo un patio de luces aún me produce cierta felicidad. Y cierta nostalgia, claro, porque ya no volverá a ser mi refugio, y si vuelve a serlo, será otro.

Los ruidos eran variopintos. El de al lado que ronca y deja el ordenador encendido. El perro del séptimo, si, el del niño ese que era normal hasta que se convirtió en el summun de la modernidad. Las peleas, las cocinas, los gritos de un paralítico a los que había que acostumbrarse.

Los años han sido mucho en mi patio de luces. Siempre estará allí. Y yo ya solo volveré si acaso de visita y en un tiempo limitado.

En esa habitación del 5º piso he sido lo más feliz del mundo, feliz hasta no creer que se pudiera ser tan feliz y he pasado los más grandes infiernos, pesadillas reales de autolesión. Y el resto cotidianidad de brisas en primavera, de nieve en los inviernos fríos y de otoños difuminados por el tamiz de la cuadratura del patio. En verano los pájaros empezaban a piar muy temprano y cuando los oias levantado era la terrible sensación del examen en la boca del estómago.

Ese patio existe:

es este…


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